Soy matrona de un hospital universitario público, con habitaciones de dilatación de dos camas, sin espacio apenas para los acompañantes. Si traigo una pelota a la habitación, tengo que pegar las dos camas, que quedan separadas solo por la cortina pillada entre ellas. El servicio compartido no tiene ni ducha, solo hay una ducha en el pasillo para las seis camas disponibles en tres habitaciones, y tenemos dos paritorios con una mesa de partos con prácticamente nulas posibilidades de movilidad. Cuando mi promoción acabó la residencia, regalamos al servicio una silla de partos, pero su uso es anecdótico.
El número de mujeres que dan a luz en mi hospital sin epidural es muy bajo, lo cual a mi modo de ver es comprensible, teniendo en cuenta el espacio que tienen para moverse: si no podemos ofrecerles libertad de movimientos, ¿qué alternativas para el manejo del dolor pueden tener? Y ya con la epidural, la cadena de intervenciones se dispara, con monitorización continua, oxitocina, pujos dirigidos…
A las mujeres las veo muy «adiestradas» para solicitar la epidural, detecto que la decisión en realidad no proviene de ellas mismas. Creo que mientras nuestra sociedad siga viendo la epidural como un «milagro imprescindible» para parir, no recuperaremos el poder robado, usurpado.
Necesitamos un cambio de conciencia, tomar el control de nuestras vidas, de nuestros cuerpos, no dejar que otros se erijan en responsables.
En mi caso, sin algo tan básico como el espacio, ¿qué se puede hacer? Quizá todo no sea problema de espacio, ni mucho menos. Es cierto que hay costumbres arraigadas que cuesta mucho cambiar, como los tiempos considerados normales para la dilatación y el expulsivo, y que son fuente de numerosas intervenciones, pero generalmente el problema del espacio «avala» que todo se acelere por la necesidad de liberar camas.
En estas condiciones, reclamar un trabajo más autónomo para las matronas es casi una utopía: me siento atada de pies y manos, y solo me cabe desear que las mujeres que me lleguen deseen a su vez la epidural, porque así podré cumplir sus expectativas de parto. Cuando alguna no desea la epidural, su atención siempre se convierte en un tira y afloja con el resto de compañeros, que te presionan para realizar intervenciones que aceleren el proceso. Por todo ello, pierdes seguridad y te sientes desautorizada y vigilada. En ocasiones me duele que la gente me diga que tengo «un trabajo muy bonito»: nadie ve el estrés, la lucha, el cansancio por todas las batallas perdidas…
Mi realidad laboral actual hace que frecuentemente me sienta derrotada, pero mantengo el convencimiento de que, para cambiar este mundo hostil, es necesario cambiar la forma de nacer y criar desde el apego y el respeto por las necesidades del bebe.
Una matrona
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