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Mi primera cesárea, en Ecuador.

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De nuestra serie Relatos y Experiencias.


Quito, Los Valles, 2011.

Mi suegra llevaba varias semanas asegurándome que Mateo iba a adelantarse y que seguro nacía no solo en pleno puente de Carnaval, sino que además iba a hacerlo el día de mi cumpleaños. Entre risas y bromas nos fuimos a comer, pedí un risotto marinero que dejaría satisfechos a dos hombretones, y no dejé ni un grano de arroz. Eso sí, durante la comida no sabía cómo sentarme, estaba incómoda y no sabía por qué.

Mi embarazo estaba tan adelantado que habíamos decidido no celebrar mi cumpleaños más que con ese almuerzo con mis suegros –mi madre llegaba de España un par de días más tarde para acompañarme en el parto, que se esperaba una semana después–, pero a medida que los amigos llamaban para felicitarme les decía que se pasaran un ratito por casa a tomar algo... Vamos, que la fiestera que llevo dentro salió en todo su esplendor y a las cuatro de la tarde tenía a 20 amigos en casa alucinando con que estuviera de parto. Las siguientes cuatro horas las pasamos contando las contracciones, amagando con ir todos juntos al hospital a seguir la fiesta –porque mi marido no me dejó, que sino...–, haciendo la maleta con una amiga que estaba más nerviosa que yo, y dándonos abrazos y celebrando que mi niño ya llegaba y que había elegido una fecha tan especial para ello.

Los 10 minutos hasta el hospital fueron duros porque no podía ni sentarme (tenía contracciones cada cinco minutos) y nos íbamos riendo porque ni Juan ni yo recordábamos nada de la clase de preparación al parto. Llegamos de tan buen humor a urgencias que el ginecólogo no creía que estaba de parto, no fue hasta que vio el monitor que nos tomó en serio. El equipo que me atendió fue encantador, todos me felicitaron al entrar al quirófano por mi cumpleaños y por el regalazo que estaba por llegar, el anestesista había estudiado en Pamplona y nos contamos nuestras aventuras Sanfermineras, el ginecólogo auxiliar estaba sacando el título de buceo en el lugar donde yo había vivido cuando llegué a Ecuador... Hasta aquí la fiesta.

Mateo nació por cesárea, aunque hasta el octavo mes mi idea era que naciera en el agua con sus padres recibiéndole en un hermoso abrazo. Durante todo un año dudé que la cesárea fuera necesaria, ahora sé que lo fue, pero me queda la tristeza de no haber recibido a mi hijo con más calor y ternura. Los profesionales que me atendieron (ginecólogo y pediatra) promueven los partos naturales, en Ecuador son conocidos por ello, y se supone que la cesárea era respetada: su padre estuvo presente, pusieron un minuto su cara contra la mía –a eso lo llamaron «piel con piel», desvirtuando totalmente lo que significa, además esa manera de acercármelo impidió que pudiera verlo bien–, se le bañó en el quirófano, nos quedamos con la placenta (aunque tuve que insistir)... Y sin embargo, para mí fue todo demasiado frío, y Mateo me resultó extraño, creo que porque le quería abrazar más que nada en el mundo y tenerlo sobre mi pecho pero no podía...

Al participar en Apoyocesáreas descubrí que hice bien en rechazar la programación de la cesárea y esperar a que Mateo eligiera su hora; que podían haberme bajado la tela para verle salir; que podían haberme puesto las vías en un solo brazo para abrazar a Mateo y ponerlo sobre mi pecho en un verdadero piel con piel y que podía haber intentado darle de lactar; que las pruebas inmediatas podían habérselas realizado estando conmigo o más tarde priorizando la lactancia; que se podía esperar a que la sangre saliera del cordón umbilical antes de cortarlo –únicamente me hablaron de la importancia de recolectar las células madre, nunca de la dosis maravillosa de hierro que mi hijo podía recibir de atrasar el pinzamiento del cordón–. 

Me separaron de él enseguida para hacerle más pruebas mientras a mí me cosían –su padre le acompañó, pero solo para ver como le metían en la cuna térmica–, tuve que pelearme dos horas para que le trajeran a la habitación, no tuve ningún tipo de ayuda con la lactancia –la enfermera que atendió mi pedido de ayuda sabía menos que yo, ¡que era primeriza!– y todas las enfermeras me insistían en que le diera el biberón porque el pobre pasaba mucha hambre. Además, en el hospital querían mandarme a casa al día y medio de la operación, pues ingresamos durante la noche y los servicios contratados ya vencían.

Insisto: las personas que me atendieron son conocidas por su progresismo respecto a otros profesionales y se supone que el hospital también. Por eso no busqué más información y acepté que las cosas vendrían de la mejor manera. Ahora sé que no, que cada una hace su camino y que las madres ponemos, en demasiadas ocasiones, nuestra confianza y la de nuestro parto/cesárea en manos de profesionales sin verificar dicha información. Con todo, sigo con el mismo ginecólogo y con la misma pediatra, pero ahora me informo, converso y discuto con ellos. Ahora hablo desde el conocimiento (¡o eso intento!).

Así que aquí estoy, tres años después, decidida a colaborar para que El Parto es Nuestro llegue con fuerza a Ecuador y que gracias a ello las madres estén informadas y empoderadas en sus embarazos y partos y que los profesionales nos comprendan y apoyen en nuestras decisiones, que son nuestras, de nuestras parejas y de nuestros hijos e hijas.

Gracias a todas y todos los que con vuestras vivencias, conocimiento y solidaridad nos hacéis sentir acompañadas, entendidas y sustentadas.

Con todo el cariño.

María 


[Imagen: cedido por Bei Muiño]


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