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Después del susto

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Recuerdo que llegamos y ya no hacía demasiado calor. De todos modos, en el Norte casi nunca hace demasiado calor.

Nos ubicamos en la parte derecha de la playa, con otros conocidos de mi amiga y su familia. A mí me daba lo mismo un lado que otro, ese estaba bien.

La playa era pequeña, y había mucha gente, debido, supongo, al buen tiempo. Habíamos llevado merienda, y me apetecía mucho pasar una tarde muy agradable, con mi amiga y sus niños, con tiempo, con mis hijos y los suyos, sin más. Ese embarazo estaba resultando bastante cansado, a pesar de que aun estaba sólo de cuatro meses.

Como al lado había algunos vecinos, el ambiente era familiar. Así pues, me relajé y dejé de buscar a mis hijos con la mirada cada dos minutos. Los dos pequeños estaban ahí, jugando en la arena, mientras el mayor se fue a las rocas a buscar cangrejos. Pasado un rato, vino el mayor corriendo y llamándome, para que fuera a ver lo que habían encontrado. Me levanté y me fui con él, pero se les había escapado el dichoso cangrejo.

Volví a mi toalla, y al buscar con la mirada a mis hijos, no localicé al menor. No me preocupé demasiado: estaría jugando con los otros. Empecé a localizar uno a uno a los otros niños y niñas, y estaban todos por ahí, tan sólo faltaba mi pequeño.

Me empecé a preocupar, a angustiar, se lo dije a los otros mayores, que me tranquilizaron, y me dijeron que vigilarían al resto mientras mi amiga y yo íbamos a buscarle.

¡Cuántas personas en la playa! No me habían parecido tantas antes. Anduve cada vez más rápido, con la angustia característica de madre que ha perdido a un hijo, que va creciendo por segundos, hasta asfixiar casi, en cuestión de un minuto. Me recorrí la playa, mirando con la cara desencajada a todos los niños cerca o lejos del agua. Temía por mi hijo.

La angustia crecía y crecía, pensamientos extraños, inverosímiles en otra situación, cogían fuerza en ese momento.

Decidí acercarme al puesto de socorristas, y allí, al entrar, vi a mi hijo, junto a extraños, con los ojos rojos por el llanto, hipando del disgusto y con la mirada perdida. Al verme, sus ojos se abrieron muchísimo.

Dios mío, qué alegría más instantánea, también casi me mareé en ese momento, como antes pero al contrario: de emoción.

Los socorristas, obviamente se retiraron para que yo pudiese llegar hasta mi hijo, calmarle y calmarme. Después del susto, del disgusto, de los momentos de pánico, lo único que yo quería era abrazar a mi hijo, y lo único que él necesitaba era sentir mi abrazo seguro mientras le repetía que ya no iba a volver a ocurrir, que estaríamos juntos siempre.

Por eso, cuando semanas después, me senté a preparar mi plan de parto, decidí introducir un párrafo en el cual refería que si mi parto terminaba en cesárea, lo más importante era que inmediatamente después de la misma, mi hijo y yo pudiésemos estar juntos piel con piel. Sin esperas, sin retrasos. No cabe en ninguna cabeza que me hubiesen pedido los socorristas que no me acercase al niño hasta que nos hubiéramos calmado, o hasta que revisasen si el niño estaba bien.

El incidente de la playa me lo dejó claro: si mi hijo o yo, en algún momento hemos tenido sensación de peligro (yo sólo entiendo la cesárea como la consecuencia de una situación de peligro grave) es prioritario que, en cuanto nazca, nos juntemos para que se nos pase el susto, hasta que se nos pase el susto.

¡QUE NO OS SEPAREN!

Por MPC


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