Por Ángeles Cano
[Foto cedido por Marta de la Cruz: "momentos tras el parto"]
Durante el proceso del parto, nuestros sentidos se vuelven increíblemente sensibles. Las hormonas nos hacen estar en un estado de alerta muy especial, y a la vez nos alejan del mundo para centrarnos en lo único importante en ese instante. Por desgracia, no todo el mundo es consciente de ello y en demasiadas ocasiones nos vemos bombardeadas por estímulos externos que distorsionan la pureza y la paz que debería tener ese momento.
De nuestros cinco sentidos, los cotidianos, los ordinarios, hay cuatro que suelen prevalecer, ya sea en positivo o en negativo, y las percepciones que recibimos a través de ellos nos marcan para siempre:
- La vista:«La noche de mi parto me pasé varios minutos en la calle, boquiabierta, mirando las luces de un centro comercial en la distancia; me parecía una verdadera composición de colores en la noche, ¡y te aseguro que el resto de los días no tiene nada de especial!»
- El gusto:«Me entraron unas ganas irresistibles de comer algo salado, ¡y me supo de maravilla!»
- El oído:«Jamás olvidaré el poco respeto del personal sanitario que me atendió en mi cesárea, que no dejaba de parlotear mientras en una radio sonaban de fondo Los 40 Principales».
- El tacto:«¡Qué momento, coger a mi bebé por primera vez y ponerlo encima de mi cuerpo, ambos desnudos, piel con piel!»
- El olfato…
¿Y el olfato? El olfato es el gran olvidado, y su relevancia y la impronta que dejan los olores que percibimos durante el parto también son imborrables. El parto lo vivimos con absolutamente todos los sentidos.
La mayoría de las madres, cuando les preguntas acerca de los olores del parto, te hablan de «ese olor a hospital» cuando pasaron por la puerta de urgencias, el olor a productos de limpieza muy fuertes, el olor a desinfectante o el olor a la comida del centro médico… Y otras madres te hablan del dulce olor del líquido amniótico, del olor de la sangre, del olor del bebé, del olor de la placenta...
Cuando vi por primera vez a mi hijo, aparte de no reconocerlo de ninguna manera, me llevé una gran decepción: «eso no es mi hijo», pensé: me habían entregado un «bebé nenuco». Cuando me lo acerqué por primera vez y pude cogerlo, por fin, en brazos, olía como si lo hubieran sumergido en colonia. ¡En una Unidad de Neonatos! ¡En pleno siglo XXI! ¡Con todo lo que sabemos acerca del desarrollo de los sentidos de los bebés! Me pareció una falta total de respeto hacia mí y hacia mi criatura y al pasar el tiempo he sabido que esta percepción es compartida por muchas otras mujeres.
Mientras sostenía a mi bebé en brazos, no pude evitar pensar en lo que me decía mi padre cada vez que queríamos llevar a casa un pajarito caído del nido o uno de los pequeños erizos que habían nacido bajo unas piedras grandes en nuestro jardín: «No lo toques, porque después huele a ti y entonces la madre ya no lo reconoce y lo abandona». En general, subestimamos el poder del olor, pero ello es infinitamente más grave si sucede durante el parto y el puerperio inmediato.
Cuando mi hija nació, no me separé de ella en ningún momento. Disfruté de tenerla conmigo piel con piel, de reconocerla y de ver cómo la gruesa capa de grasa blanca que cubría su piel se iba absorbiendo poco a poco, dejándole la piel preciosa y con un olor tan delicioso que es imposible de describir. No hubo baño, ni jabón, ni nadie frotándola para quitarle la grasa, ni nadie peinándola con raya al lado y rematándola con un chorro de colonia... Y no solo ella olía bien, también todo a nuestro alrededor se impregnó de ese olor tan especial… Y mi mente y mi corazón guardan ese recuerdo como un tesoro para siempre.