Por María López de Hierro
Le miro mientras sonríe ensimismado a segundos de dormirse, le miro y le doy las gracias.
Antes de comenzar, contaros que antes de dar a luz era ya madre de una hermosa niña que vino al mundo de la peor manera. Estuvimos marcadas por un parto traumático en una clínica privada, una inducción en la semana 38 por motivos totalmente injustificados en un entorno rodeado de prisas, gritos, juicios de valor e injurias contra mi persona por “no saber parir”, una historia clínica (la cual solicité) incompleta, inconexa y plagada de falsedades. Un parto que fue un sinsentido y que marcó los meses venideros con un Trastorno de Estrés Postraumático hasta que un buen día, preparando el nacimiento de Andrés en una de mis clases de Hipnonacimiento, conseguí finalmente pasar página, centrarme y luchar con todas mis fuerzas por lo que estaba por llegar. Aun así, tenía una fuerte aversión hacia el entorno hospitalario, de modo que consideramos un parto en casa. Lo descartamos por motivos económicos, como tantas madres. Finalmente y tras el “peregrinaje hospitalario” por el que pasamos muchas, dimos con el Hospital de Torrejón. Aunque como veréis más adelante, no dio tiempo de disfrutar de sus magníficas instalaciones, aunque sí de la calidez humana y la profesionalidad de todas y cada una de las personas que se cruzaron con nosotros en lo que duró nuestra estancia.
Salía de cuentas el 14 de mayo y estábamos impacientes. Llevaba experimentando contracciones dolorosas aunque bastante irregulares desde la semana 39 y cada noche pensaba que ese sería el día. Pero no. Andrés se tomó su tiempo. Ya pasada la fecha mi doctora se empezó a impacientar y sobre nosotros planeaba la sombra de la inducción. Nos resistimos educadamente con un no rotundo cuando me sugirieron provocar el parto en la semana 41+3.
La mañana del 22 de mayo estuvimos en monitores, con contracciones muy intensas según la gráfica, aunque aún irregulares. Cuello borrado al 50% desde hacía una semana. No había evolución, no estaba de parto. Nos mandaron a casa con cita para tres días después.
La caminata a La Tagliatella esa noche fue épica: quisimos ponernos las botas y así lo hicimos. Pasta y peli, un buen plan para una embarazada que ya apenas se puede levantar sola del sofá (ni girar en la cama, ni entrar sola en la ducha… ¡y qué decir de cortarse las uñas de los pies!).
Pasé la hora y media que duró la película más pendiente de encajar las contracciones de la pelota al sofá y vuelta que de otra cosa. Pero esa mañana me habían dicho que no estaba aún para parir, de modo que aquello tenía que ponerse más crudo, tenía que doler más, supuse. Y ser regulares… importante. Además ese día justo me venía fatal, estaba muy, muy cansada. Simplemente, no me apetecía salir corriendo. Las infusiones de hojas de frambueso y la comida picante no habían dado resultado. Ni las caminatas, ni subir y bajar escaleras como si no hubiera mañana. Pero la intuición me había fallado y en los créditos de esa película que no logré seguir le pedí a mi pareja que avisase a mi madre para que viniera a cuidar de la mayor, Martina, que sorprendentemente dormía ajena a todo. Teníamos que salir corriendo a Torrejón, las contracciones habían cambiado. Las dos últimas que tuve en casa me hicieron lanzarme al suelo y cuando llegó mi madre se le desencajó la cara de verme de esa guisa. Pobre. Y yo acordándome de esa mujer que días antes había dado a luz en la Cibeles.
No me veía capaz de aguantar el trayecto, juro que pensé que mi hijo vendría al mundo en el ascensor del garaje, pero no.
Subimos al coche y aquello no cesaba. Las contracciones dolían muchísimo, eran muy seguidas, casi como si fuese una sola. Hasta que comprendí que debía dejarme llevar y no luchar. Opté por sentirlas al máximo y automáticamente aterricé en el “planeta parto”. Pasé la segunda mitad del trayecto bailando al son de cada contracción, de cada ola, felizmente ajena a todo lo demás. Y llegamos al hospital. Bajar del coche fue una heroicidad. Tuve que apresurarme dejando a mi pareja atrás porque en esos momentos la meta era no dar a luz delante del mostrador. En silla de ruedas me subieron a la sala de exploración, que no estaba precisamente cerca. Me recuerdo retorciéndome y el celador pidiéndome que hablara. Como si en esos momentos me apeteciese dar el parte del día. Fue llegar a la sala y saltar literalmente de la silla para hacerme un ovillo en el último rincón que alcancé a ver. Las matronas me ayudaron a desvestirme y bajaron las luces. Nada de tactos, nada de vías ni de toma de tensión. No había ni tiempo ni necesidad.
Calor. Necesitaba agua. Me ofrecieron una botella que me eché por encima. En ningún momento dije que quisiese agua para beber. Necesitaba refrescarme para poder continuar. Y la matrona y la Auxiliar, verdaderos ángeles (Gracias Pilar, gracias Elena) atónitas ante lo que estaban viendo desde su lugar, sin intervenir (o al menos sin que yo me diera cuenta). De pronto rompí aguas, fue exactamente como dicen: como si estallase un globo de agua en el interior. Alivio.
Yo seguía loca de endorfinas, ajena a todo lo que me rodeaba y segura. Más que eso, poderosa, a pesar del historial. Loba, sacerdotisa, primitiva, salvaje, diosa, mujer. De rodillas, agarrada a las patas de una silla comencé a notar como mi niño descendía por el canal del parto. Ningún dolor. Y entonces mi pareja se sentó y me prestó sus brazos para seguir con la tarea. Fue muy sencillo: soplé al ritmo al que mi hijo se abría paso, despacio, en armonía. El tándem perfecto. La naturaleza nos dirigía y nosotros nos dejábamos hacer, tranquilos. No grité ni gemí, o eso me contaron.
La matrona me susurró que iban a comprobar cómo iba la cosa, pero les dije que ya estaba a punto de salir. Recuerdo exclamar emocionada “¡Ya está aquí!” Y segundos después, asomó su cabecita. Retomé fuerzas con una inspiración y al poco salió el resto del cuerpo, resbaladizo y templado, rezumando vida. Mi hijo.
Acurrucados los dos en penumbra, envueltos en sendas toallas, no daba crédito a la maravilla que acababa de experimentar. Andrés estuvo en mis brazos desde el primer momento. No lloró, no lo necesitaba. Nos trasladaron entonces a la sala de dilatación y parto, donde mi pareja le cortó el cordón una vez dejó de latir y donde en teoría, tendría que haberse desarrollado todo. También me cosieron un desgarro en grado II sin importancia que cicatrizó rapidísimo a los pocos días y sin dolor. Andrés quiso nacer con un brazo por delante, el muy valiente.
En esos 15 minutos que duró el nacimiento de mi hijo estuvieron presentes todas las mujeres de éste mundo a lo largo de la historia, desde la primera a la última. Comprendí la esencia y disfruté ese regalo que la naturaleza nos ha dado. 15 minutos llenos de sentido y de una intensa y sanadora luz que ahora, seis meses después, sigue brillando.
Y ahora, le miro mientras sonríe ensimismado a segundos de dormirse. Le miro y le doy las gracias.