La carn, sense paraules,
davant de mi i en mi.
I jo que havia llegit tots els llibres.
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La carne, sin palabras,
ante mí y en mí.
Y yo que había leído todos los libros.
(Maria-Mercè Marçal, La germana, l’estrangera)
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Este breve poema de Maria-Mercè Marçal describe los intensos sentimientos que nos produce contemplar a esa pequeña criatura que acabamos de dar a luz, que acaba de emerger de nuestro vientre, que nos ha convertido, por fin, en madres. Este momento, por mucho que lo hayamos intentado imaginar antes, supera con creces cualquiera de nuestras expectativas.
Nada ni nadie debería perturbar ese instante único. Las rutinas hospitalarias todavía distan mucho de alentar y cobijar como corresponde el primer contacto de la madre con el bebé, el momento en que por fin podemos contemplarnos cara a cara, mirarnos a los ojos, conocernos, olernos, abrazarnos...
Todas las personas que intervienen en un parto deberían ser conscientes de la importancia del establecimiento de ese vínculo entre madre y criatura y tener la actitud que corresponde ante ese instante irrepetible. Deberían contemplar desde un rincón, con respeto y asombro, la maravilla que está teniendo lugar antes sus ojos, o simplemente desaparecer en silencio y dejar el protagonismo absoluto a la madre y la criatura.
Las únicas palabras que deberíamos escuchar tras dar a luz son las encaminadas a venerar a la mujer que acaba de parir y a su criatura, y a asegurar la tranquilidad y el bienestar de ambas. La más calurosa de las enhorabuenas, la más tierna de las miradas, la más amplia de las sonrisas. Besos. Risas. Empatía. Simplemente, dejarse contagiar de todo el amor que está en el aire.
Con total seguridad, nuestros partos serán los momentos que recordaremos con mayor intensidad durante el resto de nuestras vidas. Hagamos que, como en el poema, se conviertan en algo tan grande, tan íntimo y tan hermoso que no haya palabras que puedan llegar a describirlo.
Por Lourdes Pascual
Foto: Marta de la Cruz y su hija María, nada más nacer.