Llama la atención la cantidad de mujeres que, tras convertirse en madres, echan de menos ser las de antes. Salir con amigos, volver a formar parte activa de la esfera profesional, recobrar ese atisbo de despreocupación característico de las mujeres sin hijos, recuperar la figura… vuelven a ser metas que la sociedad supone alcanzables e incluso esperables.
Cuando decidimos convertirnos en madres nadie nos advierte: no solo cambia el cuerpo, sino que hay algo en lo más profundo de nuestra mente que varía para siempre, queramos o no. Es esa profunda sensibilidad hacia el ser que ha nacido y que muchas veces, si no cedemos a ella, se torna extraña e insoportable. Es la poderosa necesidad de silencio, recogimiento, protección, de ser cobijo, calor y alimento para nuestros hijos que nos devuelve al estado más salvaje al que jamás se ha acercado el Ser Humano. Dejamos atrás una vida anterior, fuese cual fuese, que jamás recuperaremos. Nos perdemos entre los llantos de nuestros bebés recién nacidos, los pañales y la desorientación que nos provocan nuestro estado de ánimo y muchas veces, demasiadas, la incomprensión de nuestro entorno.
Nos sorprendemos a nosotras mismas añorando una etapa que ya se cerró.
Y es que el cambio por lo general aterra, más cuando la tendencia es a una falta de información que conlleva a la idealización del embarazo, el parto y la maternidad. Pensar que en todo momento nos sentiremos absolutamente plenas y capaces es un arma de doble filo y crear expectativas irracionales con respecto a nuestro nuevo rol es peligroso. Nuestros hijos necesitan de unas madres que responden, lo de menos es que acierten a la primera o no. Nuestros cuerpos se han tornado Catedrales que cumplen una función tan bella como primigenia. Nuestras mentes están en sintonía con las del resto de mujeres madres habidas y por haber a lo largo del Globo. Hemos de abandonarnos a la realidad del cambio y no pelear contra él, sino sentirlo como parte de nuestra evolución natural, de nuestro crecimiento como personas.