Soy una mujer libre, una mujer del s. XXI, nacida en el s. XX, en el año en que se instauró en España la democracia. He tenido acceso a una educación en igualdad de condiciones que los chicos de mi “quinta”. He podido “elegir” y cursar una carrera universitaria. Supuestamente tengo acceso al mundo laboral, aunque eso sí, en peores condiciones que los machos de mi especie, la raza humana.
Pero si me pongo de parto… en determinados centros, todavía demasiados (la gran mayoría, diría yo), no me permiten cambiar de postura durante la dilatación, me imponen el canalizarme una vía, porque “no es negociable”, aunque yo no la quiera ni la necesite, y me obligan a parir tumbada, aunque esa sea la peor postura para parir.
En el mundo “real”, el que se desarrolla fuera del hospital, puedo votar y elegir con mi voto a quienes dirigirán nuestro país y que probablemente terminen mintiéndonos, robándonos y defraudándonos. Si quiero, puedo agrandar el tamaño de mis pechos con una operación de cirugía estética, o aplicarme botox en la cara para lucir más joven y… ¿bella? En mis manos está decidir si quiero pasar por el quirófano para operarme la hernia discal o probar otros métodos paliativos menos drásticos y peligrosos, o si someterme o no a un tratamiento de quimioterapia si me detectan un cáncer.
Pero mi autonomía e independencia se esfuman al entrar en urgencias de parto en algunos hospitales.Allí es probable que decidan por mí romperme la bolsa amniótica, exponiéndonos innecesariamente a una infección a mi bebé y a mí. Me administrarán oxitocina sintética y me cortarán el periné, sin ni siquiera avisar, ni mucho menos pedir mi consentimiento.
Yo escojo con qué compañía quiero contratar mi línea de telefonía o la adsl, y si el servicio que me prestan no es de calidad, puedo poner una reclamación o darme de baja directamente. Si llevo el coche al taller, asumo que van a hacerle una revisión completa y que si detectan algún fallo, lo solucionarán adecuadamente y me lo devolverán en perfecto estado. Si al ir a recogerlo lo encuentro con las ruedas pinchadas y sin líquido de frenos, pondría el grito en el cielo y exigiría que los mecánicos hiciesen correctamente su trabajo.
Sin embargo, en la Sanidad Pública (y a veces también en la privada), me atenderá el parto quien esté de guardia, alguien a quien seguramente no conozca y que a lo mejor ni siquiera me cae bien. Un momento tan íntimo y familiar tendré que compartirlo con alguien que no es de mi confianza y a quien lo más probable es que no vuelva a ver en mi vida. Y si mi parto se complica por una atención inadecuada, no pediré explicaciones, no reclamaré, lo asumiré como lo “normal”, lo que les suele pasar a todas, porque ya se sabe: “parir es complicado” y “las mujeres de mi familia no dilatamos bien”.
¿Se puede saber qué nos pasa? ¿Por qué nos comportamos como niñas? ¿Por qué nos dejamos usurpar todo el poder en este asunto tan importante? ¿Por qué mujeres adultas e inteligentes perdemos totalmente el control de nuestra vida y nuestros cuerpos, dejándolo en manos de otros? ¿Por qué dejamos de tener opinión o de expresarla? ¿Por qué no queremos saber? ¿Por qué nos dejamos hacer sin cuestionar?
Mientras la obstetricia siga pasando por encima de la Ley de Autonomía del Paciente y las mujeres lo sigamos permitiendo, no podremos afirmar que estamos totalmente liberadas y emancipadas. Seguimos estando sometidas sin ser conscientes de ello, aunque seamos cultas, exitosas profesionalmente y económicamente independientes.
Porque aunque estemos de parto, seguimos teniendo derechos, y si decimos NO, queremos decir NO, y nuestras decisiones han de ser respetadas, “incluso” por parte del personal sanitario, y la Ley de Autonomía del Paciente nos da la razón.