Estando embarazada algunas amigas me preguntaron por el parto que quería tener. Al hablar de rechazar la epidural, el rasurado, el enema, la episiotomía, etc. aparte del asombro por no querer epidural, me comentaban: “¿sabes que te vas a hacer caca, verdad?”
Cuando el hombre se apoderó del parto y puso a la mujer, en ese estado tan vulnerable, en la posición sumisa de litotomía, le inculcó entre otras cosas cosas que no era capaz de parir sin alivio del dolor y que debía sentir vergüenza por las sustancias naturales que su cuerpo expulsaría a causa del esfuerzo; ese hombre que eructa, se tira pedos y hace caca, como cualquier otro animal, y que prefiere pensar que la mujer se despierta maquillada, peinada y no hace “popó” aunque sí “pipí”. Así, la mujer comenzó a creer que el parto “limpio” era lo correcto, creencia que incluso hoy día, cuando el enema ha desaparecido en general del protocolo de muchos hospitales, todavía atormenta a la mujer que se plantea incluso ponérselo por elección o en su propia casa antes de ir a parir.
Un parto, además de un momento maravilloso de “reencuentro” mamá- bebé y “encuentro” papá-bebé, es físicamente un conjunto de sangre, pis, heces, líquido amniótico e incluso vómitos. Y debemos confiar, por esta vez al menos, en la discreción de los profesionales para que ni nos enteremos de si esa caca es nuestra o del bebé, y, si no es así, si los profesionales no son tal, no olvidar que el que tenemos en frente defeca exactamente igual que nosotros.
Ya lo dijo Michel Odent, “el bebé es un mamífero” y dentro de eso, mi bebé y yo debemos ser cerditos (así, por decirlo suavemente) ya que los dos estábamos muy felices y tranquilos rebozados en la caca y el pis que se hizo encima de mí nada más nacer.